La taberna
El mundo tabernario, que ha sido objeto estos días de un congreso en Carmona, es una constelación de propuestas y sugerencias nacidas de nuestra historia y de nuestro ser ¿Por qué digo propuestas?, lo digo así porque ciertamente, en el espacio más intimo de la libertad personal, el abanico de posibilidades de la vida nos abruma, nos bloquea o nos estimula. Pero todo no son grandes proyectos de vida; en muchas ocasiones nuestro debate vital y propio se desenvuelve en cuestiones tan cotidianas que pasan desapercibidas. “Vengo de fusilar la tarde” decía un trabajador, ya con su ropa limpia, camino de su casa, tras estar con el tercio de amigos en la taberna. Pasada la hora de la jornada de trabajo, en la cual casi siempre estamos sujetos a unas normas de obligado cumplimiento, a una agenda ajena que nos marca el ritmo, a una alienación en suma; tras ese tiempo, digo, el cuerpo y la mente entran en otro tiempo, breve, de libertad para elegir. ¿Adónde? Con el grupo de amigos que comparten contigo unas cuantas cosas básicas: el barrio, el tema de conversación, la hora de la cerveza... Hemos orientado, en primera instancia, el camino hacia el vínculo personal, porque buscamos el encuentro humano.
Y en ese lugar, con ese grupo, disfrutando del apego de los días, volvemos a elegir. Y aquí aparecen las diferentes opciones que se abren ante nosotros para que nuestros sentidos, nuestra intuición o nuestra inteligencia decidan. Si el primer paso fue, como dijimos, “el grupo”, “el tercio”... el segundo paso es más complejo, pero más secundario, pues se trata de cuestiones posteriores que van a depender de nuestras propias circunstancias. Elegir la bebida, la tapa, la conversación, incluso el tiempo y el lugar donde vas a relacionarte... Sin embargo, la primera opción fue la propia taberna, eso elegiste antes que nada, a sabiendas que dentro de ella estaban las gentes y las satisfacciones para tu cuerpo y para tu mente...
La taberna aparece, entonces, como el lugar de encuentro donde muchas cosas te resultan conocidas, familiares, donde has puesto un poco de tu confianza personal en el momento de tu libertad. Pues bien, lo mismo ocurre en tantas cosas de la vida. Ese conjunto de cosas que forman parte de tu mundo es tu patrimonio inmaterial cotidiano. Es intangible lo que realmente te atrae porque son varias razones superpuestas y una sóla la resultante. Quedando al final la taberna no sabes si como antesala de tu casa, prolongación habitada de tu calle o como la antítesis liberadora del trabajo...
Y ese patrimonio cultural, personal y colectivo, denostado tantas veces, mal visto por ser también génesis de embriaguez y enfermedad, ahora, como todo lo que nos rodea, se nos antoja parte de la historia a defender porque somos conscientes de que un mundo de intereses diferentes viene sustituyendo a nuestra propia identidad. Los Mac Donalds, o los Burger, por ser los más llamativos, hacen acto de poder y de presencia en nuestra geografía urbana, mientras las tabernas daban síntomas de extinción. Igual que los cines de barrio desaparecieron y los grandes centros comerciales se fueron convirtiendo en los lugares de ocio preferidos.
La diferencia fundamental entre esos dos mundos, el de la taberna y el del centro comercial, por escoger esos extremos, está en el alma más que en la estructura o el soporte. Se ha deshumanizado tanto el ocio que lo impersonal está ganando la batalla. La economía de escala necesita de grandes masas para obtener rentabilidad; son cadenas, franquicias, espacios enormes donde nadie conoce a nadie. Es una especie de bolsa, los multicines, donde de la cartelera desaparecen todos los días películas dignas por falta de clientela. Y las comidas son rápidas, aparentando mejicanos o cafés irlandeses, todo escenario, entre el bullicio sordo de gente que pululan hacia todos los sitios en el laberinto comercial; no existe la calle. Y no existe la comunicación cercana del conocimiento personal, la que surge de la proximidad, de la familiaridad. Y por mucho que una taberna sea trasladada, como un acto de simulación, a un centro comercial, aparecerá extraña, aparentada, fuera de contexto.
La taberna forma parte de nuestra historia sentimental. Y la reivindicamos ahora aunque ni siquiera seamos clientes de tabernas. La queremos presente y viva en estos tiempos porque siempre tendremos en ella, cualquier día, un rincón para la soledad o un espacio para la relación, en un mostrador donde podremos apoyarnos. Y, obligados a estar de pie, habremos de mantenernos erguidos, antes que claudicar bajo el poder del imperio gris de lo multitudinario.
El mundo tabernario, que ha sido objeto estos días de un congreso en Carmona, es una constelación de propuestas y sugerencias nacidas de nuestra historia y de nuestro ser ¿Por qué digo propuestas?, lo digo así porque ciertamente, en el espacio más intimo de la libertad personal, el abanico de posibilidades de la vida nos abruma, nos bloquea o nos estimula. Pero todo no son grandes proyectos de vida; en muchas ocasiones nuestro debate vital y propio se desenvuelve en cuestiones tan cotidianas que pasan desapercibidas. “Vengo de fusilar la tarde” decía un trabajador, ya con su ropa limpia, camino de su casa, tras estar con el tercio de amigos en la taberna. Pasada la hora de la jornada de trabajo, en la cual casi siempre estamos sujetos a unas normas de obligado cumplimiento, a una agenda ajena que nos marca el ritmo, a una alienación en suma; tras ese tiempo, digo, el cuerpo y la mente entran en otro tiempo, breve, de libertad para elegir. ¿Adónde? Con el grupo de amigos que comparten contigo unas cuantas cosas básicas: el barrio, el tema de conversación, la hora de la cerveza... Hemos orientado, en primera instancia, el camino hacia el vínculo personal, porque buscamos el encuentro humano.
Y en ese lugar, con ese grupo, disfrutando del apego de los días, volvemos a elegir. Y aquí aparecen las diferentes opciones que se abren ante nosotros para que nuestros sentidos, nuestra intuición o nuestra inteligencia decidan. Si el primer paso fue, como dijimos, “el grupo”, “el tercio”... el segundo paso es más complejo, pero más secundario, pues se trata de cuestiones posteriores que van a depender de nuestras propias circunstancias. Elegir la bebida, la tapa, la conversación, incluso el tiempo y el lugar donde vas a relacionarte... Sin embargo, la primera opción fue la propia taberna, eso elegiste antes que nada, a sabiendas que dentro de ella estaban las gentes y las satisfacciones para tu cuerpo y para tu mente...
La taberna aparece, entonces, como el lugar de encuentro donde muchas cosas te resultan conocidas, familiares, donde has puesto un poco de tu confianza personal en el momento de tu libertad. Pues bien, lo mismo ocurre en tantas cosas de la vida. Ese conjunto de cosas que forman parte de tu mundo es tu patrimonio inmaterial cotidiano. Es intangible lo que realmente te atrae porque son varias razones superpuestas y una sóla la resultante. Quedando al final la taberna no sabes si como antesala de tu casa, prolongación habitada de tu calle o como la antítesis liberadora del trabajo...
Y ese patrimonio cultural, personal y colectivo, denostado tantas veces, mal visto por ser también génesis de embriaguez y enfermedad, ahora, como todo lo que nos rodea, se nos antoja parte de la historia a defender porque somos conscientes de que un mundo de intereses diferentes viene sustituyendo a nuestra propia identidad. Los Mac Donalds, o los Burger, por ser los más llamativos, hacen acto de poder y de presencia en nuestra geografía urbana, mientras las tabernas daban síntomas de extinción. Igual que los cines de barrio desaparecieron y los grandes centros comerciales se fueron convirtiendo en los lugares de ocio preferidos.
La diferencia fundamental entre esos dos mundos, el de la taberna y el del centro comercial, por escoger esos extremos, está en el alma más que en la estructura o el soporte. Se ha deshumanizado tanto el ocio que lo impersonal está ganando la batalla. La economía de escala necesita de grandes masas para obtener rentabilidad; son cadenas, franquicias, espacios enormes donde nadie conoce a nadie. Es una especie de bolsa, los multicines, donde de la cartelera desaparecen todos los días películas dignas por falta de clientela. Y las comidas son rápidas, aparentando mejicanos o cafés irlandeses, todo escenario, entre el bullicio sordo de gente que pululan hacia todos los sitios en el laberinto comercial; no existe la calle. Y no existe la comunicación cercana del conocimiento personal, la que surge de la proximidad, de la familiaridad. Y por mucho que una taberna sea trasladada, como un acto de simulación, a un centro comercial, aparecerá extraña, aparentada, fuera de contexto.
La taberna forma parte de nuestra historia sentimental. Y la reivindicamos ahora aunque ni siquiera seamos clientes de tabernas. La queremos presente y viva en estos tiempos porque siempre tendremos en ella, cualquier día, un rincón para la soledad o un espacio para la relación, en un mostrador donde podremos apoyarnos. Y, obligados a estar de pie, habremos de mantenernos erguidos, antes que claudicar bajo el poder del imperio gris de lo multitudinario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario