El contrato de la vergüenza



El contrato de la vergüenza

Han transcurrido estos últimos días como si desde la ventana de un tren hubieras visto un paisaje presentido, jalonado de postes grises que ocultaban rítmicamente la ética del horizonte. Pasando tan cerca de tus narices que el marco de la ventana encuadraba la vista sin permitirte asomar el rostro para recibir el aire fresco de la calle... Te rebelabas contra la osadía y el descaro de ese instante en el que, como suponías, la mentira ganaba impunemente el espacio diáfano y amenazaba con herir tu propia integridad, sólo con la violencia gramatical de la hipocresía.

El contrato que al final veremos firmado entre Antonio Cano, como vicepresidente del Huesna, y el Presidente de la Diputación, será un mutante del primer contrato en el que, a ojos de todo el mundo, sólo se habrá introducido la manipulación de un párrafo. El párrafo que concretaba el horario de trabajo necesario para realizar las funciones establecidas... Treinta y siete horas para ejercer unos cometidos definidos claramente. Treinta y siete horas, las mismas que el vicepresidente anterior desarrollaba en similares responsabilidades... Pero, ay, treinta y siete horas que podían ser medidas y contrastadas en presencia real, treinta y siete horas para el cumplimiento de unas obligaciones en el Consorcio que, por el contrario, suponían la ausencia manifiesta en el Ayuntamiento. Ese contrato con sus treinta y siete horas explicitadas en un párrafo muy especial, fue aprobado por varios alcaldes, entre ellos el de Carmona, después de oír al propio Antonio Cano que las llevaría a cabo, y, en consecuencia así, de esa manera, quedó el contrato firmado por el mismo Antonio Cano...

Pasados unos días, ese tren sin rumbo cierto, debió pasar por un túnel, ese espacio de sombra necesario para acortar distancias y traspasar el corazón de las nobles montañas... A la luz de la penumbra, alguien le dijo a Antonio Cano que había cometido un error. ¿Cuál? ¿Haber firmado un contrato con treinta y siete horas de trabajo por cincuenta y siete mil euros? No, ese no era el error... El error estaba en que habían quedado al descubierto sus auténticas intenciones, su verdadero deseo. En ese momento, pasado el túnel, un haz de luz brillante inundó el vagón y el contrato de Antonio Cano puso de manifiesto que su vocación, su compromiso real, estaban orientados hacia otra dirección muy distinta a la del ayuntamiento... Entonces ¿hacia dónde iba el tren? Ese tren de la vida, de las oportunidades, del llamado deseo... ¿era el tren del Ayuntamiento o era el tren de la Diputación, del cargo en el Huesna?.

El viento, en ese viejo tren de ventanas abiertas, convertía en onduladas expresiones las miradas de los viajeros. El papel del contrato de Antonio Cano vibraba azotado y parecía que se iba a desprender de las manos del contratado. Esas sacudidas que el documento sufría por el viento amenazaban con llevárselo volando a los confines del ridículo, allá lejos, en un lugar donde llegan ya desvariados los despropósitos; pero el vicepresidente del Huesna lo agarraba con todas sus fuerzas y no permitía que ni un centímetro del papel pudiera escapársele. Entonces, ocurrió algo extraño. Mientras el papel permanecía sujetado, las letras se iban despegando del texto, las líneas se iban deshebrando y parecían hilachas colgando de una tela escrita... Primero fueron las palabras treinta y siete horas, que salieron como ahuyentadas y vertiginosas por la ventana. Luego, las diferentes funciones que estaban enumeradas en el contrato, como si fueran fragmentos descosidos, se fueron despegando cayendo por el suelo y pasaban rozando las orejas de otros viajeros que de soslayo miraban su significado. Más tarde se diluyeron en el vendaval de la corriente los preámbulos, los principios y las normativas legales que amparaban el contrato... En un momento de auténtico desgarro, como el que se sufre cuando un esparadrapo es arrancado de la propia piel, primero saltó el nombre de Antonio Cano y finalmente la palabra Alcalde. Bueno, finalmente no, porque lo que quedaba en el papel, ya prácticamente desnudo, tan sólo eran unas cifras: 57.245, precisamente los euros que el contrato establecía como retribuciones. Y esa cifra, por casualidades de la vida, coincidía con el número de la lotería que un viejo venía vendiendo en el tren que iba en camino contrario, el número premiado de ese día. Se había equivocado de tren esta vez.

Bruscamente, Antonio Cano se despertó con un papel en blanco entre las manos, pero no estaba en ningún tren; estaba en el recién inaugurado tranvía de Sevilla, camino del festival de cine, justo en el momento en que descarrilaba inocentemente, para regocijo de los presentes. Bajó del tranvía y se fue a su casa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Todo, desaparece todo del contrato...menos el sueldo. Esto que quede bien clarito, no vaya a tener problemas el Señor Alcalde.