Freud

Freud

En estos días se conmemora el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Sigmund Freud ( Freiberg,
6 de mayo de 1856 - Londres, 23 de septiembre de 1939). Un médico que revolucionó los métodos y criterios para abordar el conocimiento de la mente y del comportamiento humano. Gracias a sus trabajos, algo con apariencia tan irreal, el llamado inconsciente, tomó cuerpo y consistencia conformando un auténtico mundo en el que están sumergidos recuerdos que pasaron al olvido, traumas vividos que deseamos sepultar o experiencias latentes que ni siquiera sabemos de su existencia aún siendo propias. Y algo tan etéreo como los sueños se convirtieron en realidades que nos hablan a nosotros mismos, en un lenguaje desconocido donde las palabras son imágenes plagadas de símbolos y de sugerentes mensajes. Ese universo interior es fuente de sufrimiento, de adversos efectos sobre los estados del ánimo y de trastornos de la personalidad; pero también contiene una infinita reserva de felicidad y puede ser fuente superadora de enfermedades que perturban nuestra psicología.

Y en ese cosmos, inmerso en el caos propio de la vida, se van ubicando, sedimentando como si de un lago se tratase, las distintas dimensiones de uno mismo. De una parte, el llamado “ello” donde quedan reflejadas las emociones y las apetencias más primarias como el comer, procrear, sobrevivir y defenderse; reflejos y deseos que a veces ni siquiera controlamos. De otra, el llamado “superyo”, la máscara social que las conveniencias, los formalismos y el propio poder van configurando en nuestro comportamiento. Y en medio el “ego”, el “yo” que intenta un equilibrio permanente del desajuste provocado por los otros dos, eso sí, procurando contentar a ambos.

Sólo se trataba, en definitiva, con un psicoanálisis o terapia adecuada, de conseguir la liberación de esas fuerzas reprimidas llevándolas a los ojos de lo más consciente, simplemente dejando hablar a la persona, a su libre albedrío, recostado cómodamente en un diván. Y en ese flujo de transferencias del sufriente, con un arte lleno de matices, ser capaz de encontrar la asociación libre de ideas y las interpretaciones de los sueños y de los deseos para así provocar la catarsis curativa.

Se nos antoja, entonces, la persona como una Ciudad recostada en su historia, desde el rellano del paseo hasta la almohada de su promontorio más elevado donde reposa su cabeza. Y una milenaria sucesión de vidas yacen olvidadas en su inconsciente, reprimidas porque fueron experiencias de infortunio y de tragedias. Que no miro a la Vega, niña, porque las espaldas encorvadas de la siega me duelen, y por ello todas las casas miraron hacia otra parte. Que no te metas en problemas mi niña que me lastiman los castigos y prefiero el resignado silencio, y por ello el aire denso de la apatía dominaba la atmósfera. Mi ello come y descansa en el establo de mis miserias; mi super yo atiende las campanas y los edictos y mi yo sobrevive a duras penas... Y Sigmund sólo dice, hable usted, señora, señora Carmo, hable y diga todo lo que le venga a la mente, y cuénteme sus sueños...

No le es tan difícil contar sus últimos sueños. Todos llevaban escritos la palabra libertad, envuelta en miles de sensaciones diferentes pero con un sentido común, es un derecho, es una necesidad; para cantar, para bailar, para amar, para pensar, para decir, para ir y para venir... sola o acompañada. Tampoco le resultó comprometido decir cómo fue matando a cada uno de sus padres, pues los hijos de cada uno de ellos fueron sus asesinos; así, las hijas se liberaron del patriarca, los creyentes de los curas, los votantes de sus poderes, los compañeros de sus alcaldes, y los canis de los maestros. Desde su mundo interior, lleno de margas azules, fueron saliendo al exterior, resquebrajando las piedras del alcor, tantas dolencias, tantas angustias... Pero, viendo su propia realidad, ella se desperezó suavemente, con tanta suavidad que no afectaron esos movimientos a la solidez de las culturas que habían tomado vida en su propio cuerpo. Y no es que por ello viera resueltos sus problemas, no, pero lo cierto y verdad es que sí encontró un sentido a esos sueños a los que nadie prestaba atención hasta entonces. Ya no había neurosis, eran otras cosas las que había, pero ya no eran neurosis. Freud le dijo tras la última sesión: siempre que pueda, haga el amor.

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