Teoría de la conspiración
Si analizamos, aunque sea con brevedad, algunos de los episodios políticos de nuestra historia democrática más reciente podríamos concluir que, en muchas ocasiones, el poder constituido acaba siendo desplazado más por los errores propios que por los méritos de la oposición. Decía Karl Popper que la democracia sirve “para quitar al que gobierna” (más que para elegir al que va a gobernar). Recientemente hemos visto cómo el desgaste de un gobierno excesivamente prolongado puede ser la causa principal de su recambio, hablamos lo mismo del caso de Galicia en el plano autonómico que de Utrera en el municipal. Por el contrario, también observamos cómo hay alcaldes y presidentes de comunidades que llevan casi tres décadas gobernando; ahí tenemos Marinaleda o Chaves e Ibarra para ilustrarnos. ¿Cuáles son las causas que motivan el cambio político?, nos preguntamos y, en verdad, no podemos encontrar reglas matemáticas que concluyan con fidelidad una previsión cierta en función de unas variables o parámetros constatados.
Sin embargo, el cambio político, tan necesario como saludable “casi” siempre, tiene unas secuencias que, en general, vienen a repetirse a grandes rasgos. Revoluciones como la francesa de 1789 o la soviética de 1917, igual que la transición democrática en España, se dieron por un cuestionamiento generalizado del sistema existente como consecuencia de crisis políticas y económico-sociales que pusieron de manifiesto la necesidad de un cambio. Sin embargo, y he ahí un detalle de gran importancia, en estos procesos, además del descontento expresado por los “sufrientes directos” de esas crisis, vinieron a sumarse los planteados por una parte de los que convivían con el propio sistema: son las llamadas “revueltas de los privilegiados”, monárquicos que se hicieron republicanos, burgueses que se rebelaron contra su sistema o cachorros del movimiento falangista en España que se aliaron al fin con los demócratas... Es decir, hay “una parte” del poder que contribuye a su desplazamiento para conseguir una nueva situación. Este concepto tiene una base científica, a mi entender, y es que el margen de caos que cada ámbito asociativo, territorial o ideológico tiene, es directamente proporcional a la amplitud que contiene. Es decir, a mayor poder, a más gente implicada, a más organizaciones involucradas, la diversidad interna se acrecienta y el caos es mayor; esta es una de las fuentes de energía y creatividad que las sociedades tienen para crecer y desarrollarse. Esto viene a concluir, en la esfera de lo interno, con algo tan comúnmente conocido que señala que “los peores enemigos son los que están dentro”, o con aquella frase anecdótica que decía “al suelo, que vienen los nuestros”. Hablamos, entonces, de las crisis internas existentes en el ámbito de las sociedades, de las organizaciones y de los propios poderes. Crisis y movimientos internos que sólo son amortiguados o eliminados si sus protagonistas tienen conciencia clara que para su conveniencia particular o para los objetivos generales que persiguen, el resultado final puede empeorarles su propia situación: he ahí la enorme importancia de los múltiples “pesebres” y “cementerios de elefantes” que abundan en las administraciones para recoger a los damnificados y gratificar a los vencedores dentro del propio círculo, evitando así los rencores eternos que tan altas facturas pasan.
La conspiración, pues, es sólo la constatación de que algo se mueve en una organización en la que por diferentes circunstancias se hace necesario un cambio. Las claves de una buena conspiración, al menos, son cinco: 1.- Que haya causas suficientes para hacerla necesaria. 2.- Que haya personas que quieran conspirar. 3.- Que estas personas puedan y sepan hacerlo. 4.- Que, además, estén dispuestos a gestionar posteriormente el cambio conseguido. Y 5.- Que asuman el riesgo de sufrir el cambio en sus propias carnes.
Si analizamos, aunque sea con brevedad, algunos de los episodios políticos de nuestra historia democrática más reciente podríamos concluir que, en muchas ocasiones, el poder constituido acaba siendo desplazado más por los errores propios que por los méritos de la oposición. Decía Karl Popper que la democracia sirve “para quitar al que gobierna” (más que para elegir al que va a gobernar). Recientemente hemos visto cómo el desgaste de un gobierno excesivamente prolongado puede ser la causa principal de su recambio, hablamos lo mismo del caso de Galicia en el plano autonómico que de Utrera en el municipal. Por el contrario, también observamos cómo hay alcaldes y presidentes de comunidades que llevan casi tres décadas gobernando; ahí tenemos Marinaleda o Chaves e Ibarra para ilustrarnos. ¿Cuáles son las causas que motivan el cambio político?, nos preguntamos y, en verdad, no podemos encontrar reglas matemáticas que concluyan con fidelidad una previsión cierta en función de unas variables o parámetros constatados.
Sin embargo, el cambio político, tan necesario como saludable “casi” siempre, tiene unas secuencias que, en general, vienen a repetirse a grandes rasgos. Revoluciones como la francesa de 1789 o la soviética de 1917, igual que la transición democrática en España, se dieron por un cuestionamiento generalizado del sistema existente como consecuencia de crisis políticas y económico-sociales que pusieron de manifiesto la necesidad de un cambio. Sin embargo, y he ahí un detalle de gran importancia, en estos procesos, además del descontento expresado por los “sufrientes directos” de esas crisis, vinieron a sumarse los planteados por una parte de los que convivían con el propio sistema: son las llamadas “revueltas de los privilegiados”, monárquicos que se hicieron republicanos, burgueses que se rebelaron contra su sistema o cachorros del movimiento falangista en España que se aliaron al fin con los demócratas... Es decir, hay “una parte” del poder que contribuye a su desplazamiento para conseguir una nueva situación. Este concepto tiene una base científica, a mi entender, y es que el margen de caos que cada ámbito asociativo, territorial o ideológico tiene, es directamente proporcional a la amplitud que contiene. Es decir, a mayor poder, a más gente implicada, a más organizaciones involucradas, la diversidad interna se acrecienta y el caos es mayor; esta es una de las fuentes de energía y creatividad que las sociedades tienen para crecer y desarrollarse. Esto viene a concluir, en la esfera de lo interno, con algo tan comúnmente conocido que señala que “los peores enemigos son los que están dentro”, o con aquella frase anecdótica que decía “al suelo, que vienen los nuestros”. Hablamos, entonces, de las crisis internas existentes en el ámbito de las sociedades, de las organizaciones y de los propios poderes. Crisis y movimientos internos que sólo son amortiguados o eliminados si sus protagonistas tienen conciencia clara que para su conveniencia particular o para los objetivos generales que persiguen, el resultado final puede empeorarles su propia situación: he ahí la enorme importancia de los múltiples “pesebres” y “cementerios de elefantes” que abundan en las administraciones para recoger a los damnificados y gratificar a los vencedores dentro del propio círculo, evitando así los rencores eternos que tan altas facturas pasan.
La conspiración, pues, es sólo la constatación de que algo se mueve en una organización en la que por diferentes circunstancias se hace necesario un cambio. Las claves de una buena conspiración, al menos, son cinco: 1.- Que haya causas suficientes para hacerla necesaria. 2.- Que haya personas que quieran conspirar. 3.- Que estas personas puedan y sepan hacerlo. 4.- Que, además, estén dispuestos a gestionar posteriormente el cambio conseguido. Y 5.- Que asuman el riesgo de sufrir el cambio en sus propias carnes.
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