Violencia de género
En estos días asistimos a la denuncia colectiva, reiterada y consistente, de la violencia llamada doméstica; o sea, la que ejercen con los malos tratos o las agresiones mayormente los hombres hacia las mujeres. Han sido cerca de 70 mujeres víctimas en lo que va de año, más que cualquier plaga terrorista. La palabra doméstica encierra una paradoja en su significado que puede reducir la dimensión real del problema, pues también existe la misma violencia en el trabajo o en la calle. Sin embargo, al poner el énfasis precisamente en el ámbito más estricto del hogar, que es donde más silencios y complicidades se dan para ocultar esta auténtica epidemia, se está llamando la atención especialmente a quienes, para argumentar o justificar las denuncias que no llegan a formularse, acuden a la privacidad o a la intimidad como marco de relaciones que no deben ser objeto de intromisión pública. Gran error. Cerca del 70 por ciento de las fallecidas por este tipo de violencia no llegaron, previamente, a denunciar los malos tratos recibidos. Estamos ante la punta del iceberg, sólo ante un porcentaje mínimo de la realidad. Por ello, son necesarios todos los esfuerzos, personales y públicos, para erradicar esta situación injusta e intolerable. Y por eso, desde las administraciones, han de mejorarse los procedimientos de atención e intervención, agilizándose las órdenes de alejamiento de los maltratadores, personándose en su caso como acusaciones públicas, disponiendo de recursos para la acogida, el asesoramiento y el apoyo a las víctimas, facilitándoles medios suficientes para que ellas no se encuentren en ese desamparo, en esa soledad y en esa angustia que se convierten en causa de desistimiento de las denuncias.
Los hombres, por su parte, han de pasar de la postura que la mayoría tienen de simples espectadores ante este problema, a la de defensores activos de las políticas de igualdad. Junto a una mujer maltratada puede estar cerca un hombre no precisamente maltratador: su padre, su hermano, su amigo… También deben denunciar. Los hombres no deben sentirse invadidos en sus dominios o perjudicados sus intereses por políticas de igualdad que han conquistado las mujeres. Antes al contrario, deben gozar de esas inmensas posibilidades que la igualdad ofrece a todo el que las conquista y está dispuesto a compartirlas. Así se hizo la revolución sexual para uso y disfrute de millones de personas.
La violencia es la expresión más dura del fracaso en el diálogo y en la comunicación entre las personas, de la incapacidad para controlar las propias emociones y de la falta de respeto a los derechos de los demás. Hoy se extiende a todos los ámbitos sociales de una manera más o menos evidente. Crispación, conflicto y, al final, violencia… en las aulas, en los actos vandálicos en las calles, entre compañeros… entre países. Contra la violencia, los mejores antídotos son la tolerancia, la educación en la igualdad, la convivencia pacifica y también, por qué no decirlo, la capacidad de relativizar un poco los problemas que nos angustian, quitando vísceras a los planteamientos. Contra esa violencia doméstica, también, hay que quitar bastante alcohol del consumo diario, para que la mente se despeje y no quede cegada. Y contra la violencia global, también, hace falta más justicia y menos desigualdades.
Pero, ante la violencia de género, como hecho cierto, como realidad palpable, hay que denunciar. Es la mejor manera de ser solidarios con nosotros mismos.
En estos días asistimos a la denuncia colectiva, reiterada y consistente, de la violencia llamada doméstica; o sea, la que ejercen con los malos tratos o las agresiones mayormente los hombres hacia las mujeres. Han sido cerca de 70 mujeres víctimas en lo que va de año, más que cualquier plaga terrorista. La palabra doméstica encierra una paradoja en su significado que puede reducir la dimensión real del problema, pues también existe la misma violencia en el trabajo o en la calle. Sin embargo, al poner el énfasis precisamente en el ámbito más estricto del hogar, que es donde más silencios y complicidades se dan para ocultar esta auténtica epidemia, se está llamando la atención especialmente a quienes, para argumentar o justificar las denuncias que no llegan a formularse, acuden a la privacidad o a la intimidad como marco de relaciones que no deben ser objeto de intromisión pública. Gran error. Cerca del 70 por ciento de las fallecidas por este tipo de violencia no llegaron, previamente, a denunciar los malos tratos recibidos. Estamos ante la punta del iceberg, sólo ante un porcentaje mínimo de la realidad. Por ello, son necesarios todos los esfuerzos, personales y públicos, para erradicar esta situación injusta e intolerable. Y por eso, desde las administraciones, han de mejorarse los procedimientos de atención e intervención, agilizándose las órdenes de alejamiento de los maltratadores, personándose en su caso como acusaciones públicas, disponiendo de recursos para la acogida, el asesoramiento y el apoyo a las víctimas, facilitándoles medios suficientes para que ellas no se encuentren en ese desamparo, en esa soledad y en esa angustia que se convierten en causa de desistimiento de las denuncias.
Los hombres, por su parte, han de pasar de la postura que la mayoría tienen de simples espectadores ante este problema, a la de defensores activos de las políticas de igualdad. Junto a una mujer maltratada puede estar cerca un hombre no precisamente maltratador: su padre, su hermano, su amigo… También deben denunciar. Los hombres no deben sentirse invadidos en sus dominios o perjudicados sus intereses por políticas de igualdad que han conquistado las mujeres. Antes al contrario, deben gozar de esas inmensas posibilidades que la igualdad ofrece a todo el que las conquista y está dispuesto a compartirlas. Así se hizo la revolución sexual para uso y disfrute de millones de personas.
La violencia es la expresión más dura del fracaso en el diálogo y en la comunicación entre las personas, de la incapacidad para controlar las propias emociones y de la falta de respeto a los derechos de los demás. Hoy se extiende a todos los ámbitos sociales de una manera más o menos evidente. Crispación, conflicto y, al final, violencia… en las aulas, en los actos vandálicos en las calles, entre compañeros… entre países. Contra la violencia, los mejores antídotos son la tolerancia, la educación en la igualdad, la convivencia pacifica y también, por qué no decirlo, la capacidad de relativizar un poco los problemas que nos angustian, quitando vísceras a los planteamientos. Contra esa violencia doméstica, también, hay que quitar bastante alcohol del consumo diario, para que la mente se despeje y no quede cegada. Y contra la violencia global, también, hace falta más justicia y menos desigualdades.
Pero, ante la violencia de género, como hecho cierto, como realidad palpable, hay que denunciar. Es la mejor manera de ser solidarios con nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario