Violencia juvenil
Aparecen en los medios, y también en nuestro entorno más próximo, noticias salpicadas que refieren esas aristas que hieren la sensibilidad más por lo que imaginamos que por su propia entidad. Pues a nadie, a estas alturas, le sorprendería que un acto de violencia apareciese por los espacios más cercanos, acostumbrados como estamos a convivir con los desastres y los dramas más brutales del día a día, en las guerras y en las penurias, difundidas en imágenes reales aterrizando en nuestra propia mesa.
Sin embargo, late de manera muy especial y sibilina un hilo de preocupación que va enrollándose en nuestra conciencia asfixiándola por instantes. Cuando jóvenes amenazan y sacan la navaja, y en una vulgar reyerta la sangre corre derramada, nuestros ojos no salen del asombro porque, de pronto, quedan removidas muchas certezas y caen al vacío sólidas estructuras en las que habíamos confiado.
Salta, en primer lugar, y hecho pedazos, un sistema educativo que se había diseñado para promover la integración, la solidaridad y otros tantos valores positivos. Éstos, por momentos, quedan relegados a un susurro de orientación frente a un tornado visceral, empujado por el alcohol y tantas dependencias, que ciega el alma joven para acuchillar y golpear a un hermano desconocido.
Y, entre los ladrillos pulverizados del Colegio que quiso alumbrar conocimiento, aparece una pregunta a la que nadie quiere responder: ¿dónde están los padres? Quizás encontremos a la madre, pero será casi imposible vislumbrar la presencia del padre. Presentaron la dimisión hace tiempo, cuando ya se vieron impotentes para contrarrestar los efectos de una televisión basura, de un consumismo desmedido, de tantas ofertas lúdicas ligadas a valores insanos como la competitividad, el dinero, o la misma violencia plasmada en la pantalla del video juego.
Pero no sólo esa pregunta atravesará el pensamiento. Seguramente comprenderemos que han quedado desbordados el profesorado y los progenitores, que han ganado la batalla los sistemas audiovisuales arrojando la lectura y la reflexión a otras latitudes y que, en realidad, aquellos valores del respeto y la tolerancia van en pendiente hacia el vertedero universal de las buenas intenciones. Y posiblemente sospechemos que la principal escuela, es decir la misma calle, de la que todos formamos parte, también ha dado sus lecciones magistrales de ingratitud e hipocresía.
Aparecen en los medios, y también en nuestro entorno más próximo, noticias salpicadas que refieren esas aristas que hieren la sensibilidad más por lo que imaginamos que por su propia entidad. Pues a nadie, a estas alturas, le sorprendería que un acto de violencia apareciese por los espacios más cercanos, acostumbrados como estamos a convivir con los desastres y los dramas más brutales del día a día, en las guerras y en las penurias, difundidas en imágenes reales aterrizando en nuestra propia mesa.
Sin embargo, late de manera muy especial y sibilina un hilo de preocupación que va enrollándose en nuestra conciencia asfixiándola por instantes. Cuando jóvenes amenazan y sacan la navaja, y en una vulgar reyerta la sangre corre derramada, nuestros ojos no salen del asombro porque, de pronto, quedan removidas muchas certezas y caen al vacío sólidas estructuras en las que habíamos confiado.
Salta, en primer lugar, y hecho pedazos, un sistema educativo que se había diseñado para promover la integración, la solidaridad y otros tantos valores positivos. Éstos, por momentos, quedan relegados a un susurro de orientación frente a un tornado visceral, empujado por el alcohol y tantas dependencias, que ciega el alma joven para acuchillar y golpear a un hermano desconocido.
Y, entre los ladrillos pulverizados del Colegio que quiso alumbrar conocimiento, aparece una pregunta a la que nadie quiere responder: ¿dónde están los padres? Quizás encontremos a la madre, pero será casi imposible vislumbrar la presencia del padre. Presentaron la dimisión hace tiempo, cuando ya se vieron impotentes para contrarrestar los efectos de una televisión basura, de un consumismo desmedido, de tantas ofertas lúdicas ligadas a valores insanos como la competitividad, el dinero, o la misma violencia plasmada en la pantalla del video juego.
Pero no sólo esa pregunta atravesará el pensamiento. Seguramente comprenderemos que han quedado desbordados el profesorado y los progenitores, que han ganado la batalla los sistemas audiovisuales arrojando la lectura y la reflexión a otras latitudes y que, en realidad, aquellos valores del respeto y la tolerancia van en pendiente hacia el vertedero universal de las buenas intenciones. Y posiblemente sospechemos que la principal escuela, es decir la misma calle, de la que todos formamos parte, también ha dado sus lecciones magistrales de ingratitud e hipocresía.
Entonces, resignados a no exigir más y mejor educación, rendidos ante el poderío de los valores imperantes contra los que en un tiempo luchábamos, dimitidos como tutores de los hijos, con las manos en los bolsillos renunciando incluso a dar un ejemplo en la calle como personas... Entonces miraremos los uniformes y creeremos que con más policías solucionaremos el problema; más policías, más patrullas, más armamento, más castigo, más cárceles y más condenas. Y así, perplejos ante el desfile de tantos policías que han venido en ese sueño a proteger nuestra seguridad y a garantizar el orden justo y libre que anhelamos, en esa circunstancia de asombro, de manera sorpresiva, un tremendo ruido nos sacará del sopor: son decenas de artefactos sonoros manipulados por policías haciendo mucho más ruido que todos aquellos jóvenes con sus motos sin tubos de escape, son los propios policías con camisetas insultando a los representantes democráticos, son los guardianes del orden requiriendo más dinero... son los que esperábamos cuando nos dimos por vencidos. Son nuestros jóvenes hijos, que salieron de una “play station” para decirnos lo que quieren.
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